El Escritor de Canciones (Cap. 2)
El mundillo de las bandas de rock, pop, punk, mod, heavy y demás tribus musicales siempre ha estado repleto de tipos con una presencia increíble, que, independientemente de su talento, pueden llegar a lo más alto a poco que un buen agente tenga contactos y controle medianamente el negocio de explotar una imagen cuidada o descuidada, según convenga. Indudablemente, el gancho en el escenario ha de ser natural, acompañarlo de una canción pegadiza y suerte, una dosis de suerte envolviendo la noche justo debajo de las tablas.
A veces, la suerte no se manifiesta como uno quiere, la tiene delante de las narices y no se da cuenta, pero está ahí, solo hay que abrir la mente, abrir los ojos y dejarse acariciar por ella. Cuando un amigo, de esos sacados de un anuncio de Dolce & Gabanna te dice que está desolado porque hay una niña que le ha dado calabazas, el escritor de canciones se teletransporta automáticamente y proyecta todo el amor que lleva escondido en forma de letra y música. Es algo que nunca podrá transmitir por él mismo, por la sencilla una sencilla razón: no se lo van a creer.
Obviamente, todo el universo cambió de repente. El tiempo empleado en su banda ahora se lo comían las peticiones de canciones a medida para tocar a la luz de la luna y la humedad de la arena de la playa bajo una hoguera, varias botellas de ron esquilmado a la bodega de papá para impresionar a la niña de turno. El efecto era mágico, trajes cortados a la perfección que duraban lo que el cuento de Cenicienta, el tiempo de la fiesta. Al día siguiente, los gatos volvían a recuperar su color.
Así, de boca en boca, se fue haciendo un nombre, un nombre anónimo en los títulos de crédito, un nombre imprescindible en los libros de partituras. Con un poco de información, tenía la asombrosa capacidad de meterse en la historia que le contaban y la convertía en una hermosa canción. Más tarde, mirando a los ojos de quien la pedía, dejó de necesitar nada más. Su fama se extendió como una mancha de tinta en un papel en blanco, impregnando todo a su paso.
Se fue abstrayendo de sí mismo para terminar siendo un corazón prestado a quien pagara lo que componía, y eso le llevó a creerse a salvo de todo. Y ya todos sabemos que, cuando uno se confía y baja la guardia, es cuando cae en su propia trampa.
Obviamente, todo el universo cambió de repente. El tiempo empleado en su banda ahora se lo comían las peticiones de canciones a medida para tocar a la luz de la luna y la humedad de la arena de la playa bajo una hoguera, varias botellas de ron esquilmado a la bodega de papá para impresionar a la niña de turno. El efecto era mágico, trajes cortados a la perfección que duraban lo que el cuento de Cenicienta, el tiempo de la fiesta. Al día siguiente, los gatos volvían a recuperar su color.
Así, de boca en boca, se fue haciendo un nombre, un nombre anónimo en los títulos de crédito, un nombre imprescindible en los libros de partituras. Con un poco de información, tenía la asombrosa capacidad de meterse en la historia que le contaban y la convertía en una hermosa canción. Más tarde, mirando a los ojos de quien la pedía, dejó de necesitar nada más. Su fama se extendió como una mancha de tinta en un papel en blanco, impregnando todo a su paso.
Se fue abstrayendo de sí mismo para terminar siendo un corazón prestado a quien pagara lo que componía, y eso le llevó a creerse a salvo de todo. Y ya todos sabemos que, cuando uno se confía y baja la guardia, es cuando cae en su propia trampa.
0 Response to "El Escritor de Canciones (Cap. 2)"
Publicar un comentario