Olga

Al abrir la puerta me quedé un tanto atónito. Así, de repente, tras echar un primer vistazo al salón, todo me parecía normal, pero hay veces que en esa misma décima de segundo te das cuenta de que algún elemento no concuerda. En efecto, en la habitación había una cara nueva.
El caso es que toda la peña reía bajo una nube de humo, y el olor a hierba llegaba hasta casi el pasillo del edificio. Calculé que llevarían fumando antes de llegar yo, por la cantidad de marrones encima de la mesa, y además, la cara del personal no engaña cuando llevas inmerso unos cuantos años en este pintoresco mundo de fumetas. Al entrar de lleno en la sala alguien me dijo "-Encima del compact tienes cortados unos tiros de pingüi, métete uno. ¡Ah!, esta es Olga, supongo que ya havrás oido hablar de ella-".
La verdad, no tenía muchas ganas de fiesta, venía de estudiar toda la tarde y tan sólo me apetecía fumar un par de canutos, tomar un whiskie, relajarme un rato e irme a dormir. Pero bueno, una vez allí, decidí meterme el tiro, lié un cacharro y me senté a ver cómo jugaban a la consola y a escuchar el nuevo repertorio de chistes. "-¡Bah!- pensé -lo mismo de siempre-".
Fue entonces cuando me fijé. Cuando el speed comenzó a hacerme efecto, me sentí observado. Yo creí que era una paranoia del colocón y pasé. Al rato igual, y al final comprobé que no me estaba equivocando. En efecto, allí estaba Olga escrutando mis gestos, mi cara, una y otra vez. "-¡Joder!, y ahora qué hago-". Al principio estaba incómodo, pero no podía estar toda la noche de ese modo, así que, como también me daba marcha la situación, y el pelotazo me subió en lugar de bajarme, se me ocurrió mirarla fijamente, sin apartar mis ojos casi cerrados de los suyos. La examiné de arriba a abajo; primero las manos, grandes y de dedos largos, luego sus ojos, su nariz, su boca pequeña y carnosa, pintada de rojo Burdeos, dulce y provocativa al mismo tiempo. "-¡Vaya!, es más bonita de lo que parecía a simple vista-". La verdad, la chavala estaba muy bien, aunque el efecto de la droga me había puesto algo caliente.
Obviamente, en cualquier momento sería inevitable un cruce de miradas, como en las películas, eso del quiero y no quiero hasta que los dos protagonistas se quedan mirando fíjamente el uno al otro, y suenan los violines, y el director, en un rapto de romanticismo ordena al cámara un primer plano inmenso. Bueno, tampoco sucedió exactamente así, un primer plano de nuestros ojos hubiera sido un cachondeo (o quién sabe, con lo rara que es la crítica de hoy en día, a lo mejor lo convierten en un genio). El caso es que había momentos en los que ella me aguantaba la mirada, otros apartaba suavemente su cara, pero estaba muy claro que se dió cuenta de mi descaro, y yo del suyo.
A eso de las dos de la mañana, el personal fue abandonando el piso lentamente, tan lentamente como sus cuerpos totalmente fumados permitían el movimiento de sus pies, arrastrados cansinos. Nosotros seguimos bebiendo, fumando y esnifando, sin decirnos ni una sola palabra, comunicándonos sólamente con nuestras miradas. Los anfitriones, conscientes de la tormenta avecinándose, también hicieron mutis por el foro hasta sus aposentos, dejándonos solos, escondidos tras una nube de humo, separados por la mesita del salón y el deseo golpeando en nuestra mente.
El verme abandonado totalmente a mi suerte me puso un poco nervioso y a la vez excitado. Imaginad una escena tan comprometida como incómoda. Yo no se nada de esa mujer, y además, la paranoia crece y piensas en el límite del juego, la línea trazada en miradas e intenciones sutiles, tan sutiles que casi nadie podría darse cuenta. Y de repente, se marchan de golpe cinco personas, y a los diez minutos los dueños de la casa también desaparecen, vamos, por no dar mucho la nota, y tú te quedas así, por la buenas, en cuanto te has descuidado un momento, a solas con un Miura por lidiar, y la afición esperando a que le cortes las dos orejas y el rabo.
Llegó un momento en el que se me cruzó todo: pasado de pingüi, pasado de porros, pasado de alcohol y con un mambo rondándome la cabeza, si tirarle los tratos a Olga o salir corriendo del salón y no mirar a la cara a nadie por lo menos durante un mes.
A eso de las tres nos quedamos sin tabaco, y eso nos cortó todavía más el triste ritmo de diálogo. Por otro lado, se encendió la mecha del explosivo. Apartir de ese momento, los incómodos silencios llenados prendiendo cigarrillos para recuperar en intensos acopios de imaginación la estúpida conversación mantenida se acabaron, y los sustituimos por largas miradas y tímidas sonrisas. ¡Dios mío!, me sentí tan ridículo, allí sentado en el sillón, con sus labios a menos de un palmo de los mios, sin saber qué coño hacer ni decir, con una castaña encima que no me dejaba pensar ni en mi nombre y comiéndome la cabeza, porque, por un lado, no perdía nada, pero por otro lado tenía miedo al rechazo. Se me cruzaron los cables, me levanté del sillón y le dije -"Es muy tarde, Olga, y mañana tengo que madrugar. Si no te vas antes, nos vemos a la hora del café"-.
Me acompañó hasta la puerta, y cuando iba a despedirme, me agarró la mano, volvió a meterme en el recibidor, y lanzándome contra la pared, me susurró al oido -"Tú no vas a ningún lado"-. Entonces se abalanzó sobre mí y me besó. He de reconocer el subidón de adrenalina y líbido en el primer segundo, pero reaccioné rápidamente y me dejé llevar plácidamente. Fuimos restregándonos como posesos hasta el final del hall, doblamos el tabique por una puerta corredera que ella terminó de abrir de un golpe seco con su trasero y nos plantamos en la cocina, metiéndonos mano de una manera animal, como si todo el deseo acumulado durante toda la noche, desde nuestro primer cruce de miradas, se escapara a presión por cada poro de la piel. Con una pasión que nos impedía dejar de mordernos y abrazarnos convulsivamente, nos desvestimos el uno al otro de una forma salvaje, como dos animales en celo ansiosos de estar unidos. Deseaba sobrehumanamente rozar mi cuerpo con el suyo, mezclar su sudor con el mío, entrar en ella deseperadamente. La levanté en peso y la encaramé sobre la encimera de la cocina, y le hice el amor con furia. Ella estaba ardiendo, y gemía a gritos mientras sus largos dedos que me habían hechizado durante toda la velada arañaban con fuerza mi espalda.
Cuando terminamos, estábamos como recién salidos de la ducha. Nos miramos, y rompimos a reir a carcajadas, pensando en los dueños del piso, en su habitación, escuchándola gritar de placer. Después me vestí despacio, igual a un militar acomodándose el uniforme de bonito, volviendo segundo a segundo a la realidad. Volví a besarla, esta vez sin ese deseo voraz que nos había consumido antes, sino con ternura, con esa ternura del sello de un secreto entre ella y yo, secreto que sería desvelado el día siguiente por nuestros anfitriones. Sabíamos que despues de eso, pasara el tiempo que pasara, y la distancia que nos separara, con sólo mirarnos, volveríamos a ser cómplices de nuevo.
Nunca he vuelto a ver a Olga.
Quizás sea lo mejor.
Imagen: Jack Vettriano
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