El Fantasma del Mundial

Me han de disculpar si últimamente soy algo reiterativo con el tema del fútbol, pero con esto del mundial desde que sale el sol hasta que se pone, me vienen historias a la memoria que no puedo dejarlas atrás, quizás porque si no es ahora, el tren que marca este viaje pasará de largo y me quedaré observando como un tonto la parte trasera del vagón de cola desde el humilde andén de mi pequeña estación.
Conocí un chaval enfervorizado por la fiebre del balompié. Venía de un ambiente propicio para ello. Su padre, a la temprana edad de dieciocho años, firmó por un equipo de segunda división. La alegría le duró apenas un par de meses por una sencilla razón; por aquellos tiempos, el deporte rey era simplemente eso, deporte, y no el circo mediático en el que se ha convertido ahora. No había televisiones retransmitiendo partidos día sí y día también, el único que hacía anuncios de natillas era Cruyff, y era pionero en ello, las camisetas eran del uno al once para los titulares y del doce al dieciséis para los reservas. Un arquero de segunda y tan joven no ganaba ni para mantenerse a él mismo a más de cuatrocientos kilómetros de casa.
No obstante, disfrutó de una carrera más que decente en la tercera división, lo que ahora sería segunda B, hasta que una lesión de menisco lo obligó a colgar las botas la temporada que ascendió el equipo de su pueblo a regional preferente. Durante ese año, los recuerdos del chaval fueron los de ver a su progenitor volar de un lado a otro de la portería apenas un par de veces.
Por aquellos días se jugaba el mundial en Argentina. Los partidos los veían en un bar donde había televisión en color, y el chaval recuerda vagamente un tipo melenudo, faldón por fuera y medias caídas llamado Kempes hacer campeona a la albiceleste. El ambiente, el olor a humo de tabaco y cigarros puros, a revueltos y sudor, luces tenues, y griterío, más de cincuenta entrenadores pegados a la vieja pantalla. Esto es fútbol.
El siguiente recuerdo, el mundial de España. Su primera migraña, la noche en la que Brasil, con dos goles de Eder, fulminaba a la potente Rusia de Oleg Blokhin. Para él, la decepción no fue la eliminación de España, sino la de ese combinado que no jugaba, bailaba samba con un balón, enamoraba levitando sobre el césped, con sonados nombres como Zico, Sócrates, Falcao, Toninho Cerezo o Roberto Dinamita.
Me cuenta que dejó de jugar a los dieciséis años, y que su padre entrenó a varios equipos de regional, con los que solía ir a entrenar, mientras comenzaba la etapa negra de las caidas en cuartos de final. Por una razón u otra, no había manera, los penalties contra Bélgica o Inglaterra, el diablo de Roberto Baggio, el robo de Al Ghandour. El caso es que el miedo se instauró en el corazón futbolero de mi amigo.
El pasado sábado me acordé de él, imaginándolo solo, en una habitación fresquita, sin más luz que la que desprendiera su televisor, aislado del mundo, sufriendo una vez más el trago de los cuartos de final. Tenían que hacerlo, tenían que matar ese maldito fantasma, después de repetir un penalty y fallarlo, la tragada del árbitro del rechace y posterior falta sobre Cesc de Justo Villar, después del tiro de Pedro al poste, la carambola de un palo y otro para poder entrar por fin. Ese maldito fantasma, ese maldito fantasma poniendo toda la carne en el asador una vez más.
Sonrío al pensar el cigarrillo postpartido, tumbado en el sofá, exhausto, como si él mismo hubiese ayudado a Villa a marcar, su corazón futbolero feliz, dedicándole a su padre el pase a semifinales.

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