Sirenas

Violeta sintió frío, pero no un frío físico, sino más bien una sensación de cubito de hielo derritiéndose conforme descendía desde su cabeza hacia su entrepierna dentro de su cuerpo, como si su alma se desintegrara molécula a molécula, a cada paso que daba y conseguía alejarse de aquel horrible lugar donde descansaban los corazones rotos por su bello canto.
Sólamente durante esas visitas cortas y obligadas el sentimiento de culpa la embargaban, lo cual demostraba que aún le quedaba algo de humanidad, un pequeño reducto donde podía descansar e intentar convencerse a sí mismo que lo que ella hacía no era nada más que instinto de supervivencia, una supervivencia bastante lujosa, por cierto, a costa de un despliegue descomunal de virtudes físicas y sexuales, una voz serena y hechizadora, mucha clase a la hora de vestir y moverse, aunque lo fuera casi desnuda y andara medio borracha, y tuviera esa mirada felina, azul, salvaje y desprotegida a la vez.
Desde muy joven, sin apenas esfuerzo, fue capaz de hacer babear a los hombres más seguros de sí mismos que pudiera imaginarse con sólo chasquear los dedos, y de ellos vivía mientras pudieran mantenerla. Era una auténtica geisha. Luego, cuando apenas le quedaban algunas monedas para cigarrillos, los dejaba atrás, abandonados a su suerte, amontonados los trozos de corazón con los de sus anteriores víctimas.
De vez en cuando se asomaba a la ventana, con una taza de café en la mano, y maldecía el precio que tenía que pagar: la eterna infelicidad.


Imagen: Jack Vettriano

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