Sobre Guerras y Fútbol

"El hijo de Peleo y descendiente de Zeus, Aquiles, el de los pies ligeros, seguía irritado en las veleras naves, y ni frecuentaba el ágora donde los varones cobran fama, ni cooperaba con la guerra; sino que consumía su corazón, permaneciendo en las naves, y echaba de menos la gritería y el combate"
(La Ilíada, Canto I, 488-492)
Jaime pasó su infancia y adolescencia rodeado de libros bélicos. Su padre, profesor de historia, le decía que la guerra siempre fue fundamental en el devenir del mundo, y le fue inyectando a su hijo el amor por la asignatura que impartía y vivía con pasión, al tiempo de adquirir la sana costumbre de la lectura.
Así pues, igual que tenía los cómics de Astérix o Tintín sobre la mesilla de su dormitorio, con ellos convivían textos como La Ilíada, Trafalgar o Stalingrado. Estrategias de combate, armamento de distintas épocas, armaduras y cascos militares se le aparecían en sueños en los que dirigía ejércitos hacia victorias plenas de honor y gloria.
Sin embargo, en la vida real, Jaime no era capaz de matar una mosca. Una cosa era su afición al mundo castrense, y otra, su propio carácter. Aunque nervioso, tenía una profunda capacidad de análisis, le encantaba estudiar movimientos en el campo de batalla, tipos de ataque y defensa, motivación de las tropas, mucho más que empuñar un arma y liarse a matar enemigos. Esta controversia le tenía bastante frustrado, porque no entendía una guerra sin inmiscuirse en el fragor de la batalla. En realidad, estaba por descubrir su verdadera vocación: la de estratega.
Durante uno de sus largos paseos meditando cómo canalizar ese deseo de batallar sin violencia, escuchó a lo lejos un ligero murmullo de gente. Curioso, decidió ir acercándose hacia el origen del griterío que cada vez se hacía más y más ensordecedor. A casi un kilómetro desviado de su ruta habitual, al fondo de la avenida, asomó ante él una enorme construcción similar a la de los antiguos coliseos romanos. Sin saber la razón, su corazón comenzó a palpitar más deprisa. Quizá fuera una señal de algo, no acababa de convencerse, pero decidió seguir su instinto. Conforme se acercaba, el gigantesco edificio se le antojó bestial, y lo atraía hacia él como un imán, con una fuerza mayor de la que se pudiera controlar.
Tengo que entrar ahí - se dijo -. Fue a la taquilla, compró un boleto y entró. Por dentro, la sensación de magnitud creció todavía más, y junto a ella, nació una más. Allí se sentía como en casa. Situado en uno de los anfiteatros superiores, contemplaba el estadio abarrotado de gente cantando, alzando banderas, silbando o abucheando, aplaudiendo y gritando enfervorecidos, enfrentándose los de un fondo, ataviados con camisetas de un color, a los del otro fondo, que vestían camisetas de otro. En el centro, un rectángulo de unos cien metros de largo por unos setenta de ancho, con varias líneas delimitando no sabía el qué, pero que seguro que averiguaría, y veintitrés tipos altos, fornidos, con tatuajes en los brazos, cintas en el pelo y sudando como condenados. Diez de ellos con el color en sus vestimentas de la gente de un fondo, otros diez con el color de la muchedumbre del otro fondo, dos de ellos con una equipación diferente, bajo dos arcos situados justo debajo de los fondos. El último, vestido de negro completamente, parecía vigilar a unos y a otros. El centro de todo, un esférico de curo y colores chillones por el que parecían pelear.
Total y absolutamente fascinado, preguntó a un señor mayor que había a su lado en qué consistía todo aquello que estaba viendo. El hombre, extrañado, le comentó ¿no sabes qué es esto?....esto es fútbol, y le describió las bases del juego.
Conforme le explicaba, Jaime ataba cabos: el terreno de juego como campo de batalla, los equipos se convertían en dos ejércitos en busca de la victoria en la batalla, que duraba noventa minutos, las estrategias fundamentales de ataque y defensa...su sueño se estaba convirtiendo en realidad, todo su conocimiento, su afán de estudio, podía volcarlo en el fútbol. Todo sin generar ni un ápice de violencia.
Aprendió que la idiosincrasia de cada pais se volcaba de igual modo en el deporte del balompié: los alemanes, organizados y tácticos al cien por cien, los italianos, rozando el límite para todo, los brasileños, alegres y anárquicos, los españoles, un ciclón de furia, los argentinos, la pillería y el doble sentido, los ingleses, fundadores del fútbol como lo entendemos hoy en día, nobles y valientes, los holandeses, talentosos e innovadores, los africanos, físicos y veloces. Así sucesivamente, conforme aprendía como funcionaba, más enganchado se veía.
Jaime se hizo entrenador, el estratega de un equipo, el que planifica, motiva, lanza y ordena defender, mezclando batallas leidas con el olor a hierba fresca, linimento, himnos guerreros e ilusiones de hinchas y seguidores.

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