Max

Máximo Estrella lo tuvo todo, una mujer a la que quería, una vida por delante para compartir, sueños que se iban haciendo realidad conforme pasaban los días, la ilusión llenando su alma. La cuestión planteada se topó con el esperpento en el que se vió envuelto, el esperpento con el que no contaba. Puede que fuera el destino, puede que fuera un sueño mal concebido, la gitana que le dijo un día -"Estás condenado"-.....o simplemente, que hay personas a las que se les niega ser felices más de un determinado tiempo.
La cuestión es que cuando volvió al lugar donde él se sentía más a gusto, siempre fuera de su hábitat, cuando trazaba las líneas de una historia totalmente diferente a lo que le esperaba, la realidad se le presentó de la manera más cruel...No pasarás de aquí...y los rostros desfigurados del callejón del Gato fueron la señal de que no pertenecía al mundo de los que se pueden permitir un sueño y realizarlo: amar y ser amado.
Y no hay Latinos de Hispalis, Gays Peregrinos o Ruben Darío que los conforme, porque no los conoce, no los entiende, o no los soporta.
Así que no queda nada que rascar, sólamente una existencia vacía e inerte, sin ilusiones ni metas, vegetar sin vivir, dejar pasar el tiempo, jugar con la parca día tras día, aparcar la avioneta en la que volaba.
Sus palabras son increíbles, sus misivas inaceptables, su corazón desparramado por el suelo. Sólo falta que llueva y se diluyan estos pensamientos...perecer y ser pasto de las vacas.

2 Response to "Max"

  1. Espectacular y sobrecogedor relato...

    Tu relato me ha recordado un cuento de Benedetti titulado El otro yo que dice así:
    Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la naríz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.
    El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse imcómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.
    Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo qué hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañama siguiente se había suicidado.
    Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
    Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le llenó de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas.
    Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: «Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable».
    El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.

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