Aquellos Días de Santo Tomás

Esa mañana, he de reconocerlo, no costaba nada de trabajo madrugar. Incluso antes de la hora, los ojos se abrían como platos, el cuerpo se removía inquieto en la cama, me ponía en funcionamiento ágil y despierto. Me vestía a trompicones: el chándal, las zapatillas de deporte, el calentador a todo gas en el cuarto de aseo. No desayunaba, esa mañana lo haría en la cantina.
Una bicicleta GAC de paseo de mi padre era mi vehículo de transporte. Aparcada en la entrada de casa, a las ocho de la mañana, estaba completamente helada. Su color verde metálico me inspiró en la vestimenta del equipo de basket, para la liga que organicé con unos amigos del colegio, y era fiel compañera de fatigas, resignado a no tener motocicleta, un sueño adolescente imposible de cumplir.
Así que llegaba yo, embutido en un tres cuartas bien abrigado, amarraba el cuadro a la verja de una ventana con el candado de numeración -si lo miramos fríamente no hubiera servido de nada si alguien hubiera querido llevarse la bici- y me introducía en el ambiente bastante concurrido de las ocho y cuarto de la mañana. Los autobuses de Abanilla y Fortuna solían llegar algo más temprano, igual que los de Beniel, El Raal, Cobatillas, Monteagudo, La Aparecida y todos los demás pueblos que nutrían de alumnos el instituto de mi pueblo. Me encantaba el cosmopolitismo del centro, porque permitía, donde quiera que fuéramos un fin de semana de fiesta, tener gente conocida.
Ya me esperaban en la cantina para tomar café con leche y donuts, estaba a reventar de gente, con cánticos y algarabías varias propias del día que era. Al paso por el patio, en bidones, se hacían hogueras para calentar el campeonato de ping-pong, con tres o cuatro mesas dispuestas estratégicamente cerca de la barra donde ya tan temprano servían cerveza y revueltos de vino dulce con anís, el campeonato de ajedrez en la sala de proyecciones y la biblioteca, exposiciones del concurso de dibujo por los pasillos, en el patio interior la red de voleibol colocada para el partido entre COU contra bachiller, la pista de fútbol sala a medio aforo en las gradas para las semifinales, siempre 1º contra 3º y 2º contra COU. Entre el edificio y el pabellón, donde los de 2º íbamos a jugar la final de basket contra COU a las 10 de la mañana, hacían ya los huecos para preparar las hogueritas de leña donde haríamos a mediodía el concurso de paellas por aulas.
Después del desayuno, me pasé por las mesas de ping-pong y por la pista de fútbol sala a ver un rato las semifinales e irme a lanzar unos triples y calentar tranquilamente antes de nuestro enfrentamiento. Para nosotros era muy importante vencer a los mayores, así que nos lo tomamos bastante en serio.
Pudo ser esa una de las razones por las que les dimos una paliza de más de veinte puntos de diferencia. Yo anoté 24, con 4 triples, así que me fuí a la ducha con la satisfacción de David habiendo vencido a Goliat.
El último acontecimiento deportivo era la final de fútbol sala. El instituto entero se volcaba animando a uno de los dos equipos, mientras sólo unos poquitos avivaban el fuego, friendo pimientos, conejos, costillejas o magra preludiando las comilonas.
Lo bonito del concurso de paellas radicaba en que todo el mundo comía de los arroces de todo el mundo, no se limitaba a la cocinada por su aula, y el patio entero se convertía en un microcosmos solidario de cerveza, vino, arroz, salchichas y longaniza a la brasa, ensaladas frugales y sanos piques de cánticos y bailes, porque durante todo el día no dejaba de sonar la música de moda por los altavoces por los que nos comunicabn cualquier incidencia en un día normal.
Reconozco que después de la comida, el ochenta por ciento de la gente iba bastante bebida, y era la hora de comenzar otro tipo de celebración. Dejábamos a la orquesta Nova Luna probando sonido y la mayoría bajábamos a los pocos pubs con los que contábamos: el Junior, Telegrama, Metrópolis y al bar Oasis. Ahí se hilaban los juegos de seducción adolescentes, preparando terrenos para el baile de la noche, entre cubata y cubata, entre chupito y chupito, las luces tenues y los Smiths, The Housemartins, Lloyd Cole & The Commotions o Aztec Camera sonando de fondo.
Los autobuses permanecían en la puerta estacionados, no partirían a su destino hasta bastante después de medianoche, así que albergábamos en casa a los amigos y compañeros de otros pueblos. Una ducha, las mejores galas, la cena escueta y a la jungla de la noche.
Todo se desarrollaba en el mismo instituto, desde casi el amanecer hasta bien entrada la madrugada, participábamos todos: alumnos, profesores, administrativos, bedeles y todo el que quisiera acercarse por allí.
Así era, poco más o menos, un día de Santo Tomás de Aquino cuando yo iba al instituto. De eso han pasado más de veinte años, aunque yo lo recuerdo como si mañana, veintiocho de enero, fuera a festejarlo una vez más.
¡¡¡¡Salud!!!!.

Imagen: Santo Tomás de Aquino (1224-1274)

2 Response to "Aquellos Días de Santo Tomás"

  1. Que bonitos recuerdos compañeros, mientras leía tu escrito he evocado mentalmente mis días de instituto, algo diferente en las fiestas al tuyo, pero con componentes parecidos. Enhorabuena, me gustó enormemente la forma en que lo relataste, un abrazo.

    Pese a que no hemos coincido en los mismos años, sí hemos compartido el mismo centro, y como bien dices, tenemos amigos en cualquier pueblo de los alrededores(¿recuerdas las fiestas de Abanilla?).
    Pero he echado de menos los grandes pinos que separaban el centro de la casa de Juan (el de los cochinos); en aquel lugar he pasado grandes momentos, incluso en las fiesta que se organizaba por la noche.
    ¿Y el concurso de tartas inglesas? Yo comencé en el centro cuando se daba el cambio de BUP a ESO y el primer año fue un verdadero caos, aunque año tras año siempre ha sido igual para todas las generaciones. Continúan llenando las aulas chicos y chicas de todos los pueblos, y todos nos sentimos reflejados en tu Santo Tomás de Aquino. Gracias por evocarnos tan lindos recuerdos.

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