El Asesino de las Tres Caras (Cap 1-8)

Lupinio Aguirre se volvió de repente, asustado por la larga espera en recibir respuesta a la carta. Aquella carta que había enviado hacía más de tres meses secretamente.
Un nubarrón de lluvia pasajero. Unos no conocen el mar, él nunca había visto llover, ni siquiera el cielo oscuro a mediodía.
Abrió el buzón, justo en el momento en que empezaba a jarrear, tronaba y el nerviosismo no le permitía romper el sobre.
Así, bajo aquella montaña de agua, las palabras comenzaron a escapar en un reguero de tinta azul lejos de su prisión de papel.
Vuelvo el viernes, vete preparándote”. Sonaba a amenaza. Era una amenaza. Lupinio Aguirre sintió pavor.
El mundo se le venía encima. La lluvia en su cara, la cruel amenaza helándole las manos entre las que la tinta huía.
Sonó el móvil. Se le enredaron las manos con la carta. Descolgó sin mirar quién llamaba ¿Sí? preguntó...
Lupinio Aguirre ¿leíste la carta? Solo llamo para confirmar lo inevitable, no sé si sabe usted leer.
Sí. La leí. Me amenaza en ella. Ha desvelado mi secreto y sabe que eso puede suponer mi muerte. Pero antes de morir, según consta en mi contrato con usted, ha de cumplir su parte. Fue un arrebato de valentía inusual en él.
Esta vez miró con firmeza, con la templanza de los años, con la tranquilidad de saberse ganador a pesar de todo.
Lupinio estaba en la calle. Un coche pasó acelerando. Lupinio sintió una mano en su espalda ¿un amigo? No. Nunca tuvo amigos que no lo llamaran por su nombre. De repente, dejó de llover, y sintió su aliento en la nuca. Tembló. Oyó un ruido sordo. Miró a su asesino y éste le dijo: Escapa y Lupinio se fue con la lluvia.
Pero el destino tenía preparada otra sorpresa. El asesino, en realidad, buscaba a Lupinio por otros motivos. Motivos que lo mantenían despierto, donde los recuerdos del pasado sacaban la parte menos humana de su interior.
Koni sintió un escalofrío al ver a su madre así. Matilde sabía de lo que él era capaz. Había llegado el momento de dejar pasar al detective Cortés que bajó del coche mirándolo todo como si fuese la 1ª vez que iba a aquella parte de la ciudad. Una zona deprimida y gris donde la gente vivía en precario del subsidio.
Vio ropa tendida en las ventanas, basura en las esquinas, fachadas desconchadas. Tiró la colilla al suelo,..
La última calada lo había trasladado a aquel lugar no muchos años atrás. Todo seguía igual. Bueno, casi todo...
Justo en el momento en que estaban precintando la entrada a la vivienda Cortés oyó voces en el 5º. Un marido airado...
¿Sabemos si hay algún testigo del crimen? preguntó el detective al policía que custodiaba el cadáver. Sí, señor,
-la vecina del segundo dice que su hijo lo ha visto todo.
-¿Le ha tomado declaración?
- Bueno, esperaba que lo hiciese Ud.
Cortes no quitaba el ojo del suelo. Le había llamado la atención que la víctima tuviese un sobre abierto y vacío.
¿Qué había en el sobre? No lo sé. Esta todo tal y como lo encontramos, a la espera de que llegue la juez.
¿La vecina del 2º ha dicho? Hablaré con ella y con su hijo, dijo justo cuando llegaba el forense para la planimetría.
Mientras tanto Koni, todavía asustado, rozaba nerviosamente la carta manchada de sangre que guardaba en el bolsillo.
El inspector Cortes se había criado en ese barrio, se lo conocía palmo a palmo, nadie le daba esquinazo allí. Pero no se imaginaba con quién habría de vérselas en esta ocasión. Su vida estaba a punto de dar un giro completo.
Cuando Sarah de autopsias le llamó, muerta de miedo, Cortes supo con certeza la dificultad de este caso. Eso le ponía bastante nervioso. La ayudante del forense le había dicho que Lupinio Aguirre era un pez gordo y que había gente importante tras él, lo que complicaba las cosas. ¿Qué hacía un tipo así en un barrio como ese? se preguntó. Sonaron las sirenas de las fábricas y al mirar el reloj vio que eran las ocho. Volvía a llover ¡Qué asco de ciudad! Decidió iniciar los interrogatorios. Empezaría por el hijo de la vecina del segundo. Su testimonio era fundamental, si era cierto que había visto al asesino. ¿Cómo le habían dicho que se llamaba el chaval? Miró la vieja agenda que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Allí anotaba minuciosamente toda la información relevante sobre los casos que investigaba.
Mientras subía la escalera meditaba ¿Qué tenemos? Una víctima con el gaznate rajado, un sobre vacío, un testigo.
Había dejado a los de identificación de huellas trabajando, había examinado con atención la escena del crimen. Su experiencia le decía que cualquier pista era importante, que cualquier detalle podía tener la clave que resolviese el rompecabezas en que se encontraba inmerso.
Una fina lluvia no dejaba de caer. El barrio apestaba a contenedores de basura repletos y húmedos. Ese era su barrio.
Tocó el timbre en la vivienda del 2º piso. La mujer que abrió la puerta le pareció agradable para un lugar como aquel.
¿Es usted Matilde Baudrix? preguntó mirando su agenda amarillenta. Vengo a hablar con su hijo. Soy Francisco Cortés...
Matilde lo miró a los ojos desconfiada. Él le mostró la identificación y entró en una estancia llena de cajas de embalaje
-¿Está usted de mudanza? -preguntó el inspector.
-Sí, nos cambiamos a la mansión que está dos manzanas más allá- contestó Matilde Baudrix bajando la vista al suelo.
“Era hermosa aquella mujer”, pensó Cortés.
-¿Dónde está el niño?
-Se ha ido a la nueva casa. Le gustar jugar en el salón de baile con sus trenes. Su padre era ferroviario ¿Sabe? Le acompaño. Si no, no le abrirá la puerta, ya sabe como son los chavales a esta edad.
-¿Conocía Ud. a la víctima?
-Poco. No era del barrio. Había alquilado el piso del primero hace poco. No me gustaba ese tipo. No sé lo que había venido a buscar aquí. Esta es una zona pobre pero respetable. Aquí todos vivimos de nuestro trabajo -contestó Matilde
-¿Qué ha querido decir con eso? -interrogó Cortés, justo en el momento en que entraban en la gran casona. Ella no contestó, lo condujo hasta su hijo. Lo besó en la cara, pese a que él rechazó el beso materno. Ya no era un niño para recibir ese tipo de mimos. O eso pensaba él. Entraron en el salón y él siguió jugando sin saludar al policía. Cortés se quedo en silencio.
Koni Martin Baudrix había pasado la mayor parte de su corta existencia encerrado en bibliotecas. La nueva casa tenía una enorme y un salón de baile. Allí se dirigía cuando salió de su viejo piso. Un buen rato después, todo se había desencadenado como la tormenta de lluvia en la calle, y sin quererlo había cometido la equivocación de esconderse a mirar tras la escalera. Vio al asesino entrar sigiloso. Quiso gritar. Había visto un hombre con tres caras. Sabía que tenía que haber salido corriendo, pero no lo hizo y ahora, por haber cometido tamaña estupidez, se encontraba cara a cara con un detective de pacotilla en el salón de baile. Todo el horror lo tenía impregnado en cada uno de sus movimientos.
Quisiera olvidar aquello, pero no podía. Y ahora llegaba este policía haciendo preguntas, queriendo saber lo que él no quería contar. Queriendo arrancarle aquello que era solo suyo y de nadie más salvo -pensó de pronto- de aquel hombre, que había extinguido la vida de ese señor que sólo quería ser su amigo. Y mira que el asesino sabía sonreír: embelesaba con su sonrisa a la víctima ganando su confianza. Instante en que ésta empezaba a morir.
Cortés tenía un hijo de aquella edad, más o menos, aunque hacía mucho que no le veía, ni a él ni a su madre. Esperó. Sabía que no debía forzar las cosas. El adolescente le miraba de reojo, mientras seguía con sus trenes. Cortes sabía esperar. Se sentó a ojear la agenda vieja. Pasó las hojas, se rascó la oreja como si nada le importase. El crío le empezó a mirar abiertamente. Sentía curiosidad por aquella falta de atención ¿Ya no quería saber cómo era el asesino?
Cortés se percató de la reacción del niño, sabía que había logrado captar su atención, pero debía esperar el momento oportuno o toda su estrategia se iría al traste.
Tenía que reaccionar, y tenía que hacerlo rápido, o el caso se le escaparía de las manos. Y comenzó a ponerse nervioso. Un adolescente estaba consiguiendo lo que muchos asesinos nunca pudieron hacer. Aunque no sabía manejar situaciones de ese tipo. Cortés estaba acostumbrado a lidiar con gente sin escrúpulos.
Cortés pensó en cómo reaccionaría su hijo en un caso así. Era importante no meter la pata o se cerraría en banda.
-Esa locomotora tiene el eje roto dijo de pronto, sin mirar al adolescente. Él se giró del todo y por 1ª vez le miró.
-¿Quién ha dicho eso? -preguntó el chaval- La locomotora va bien -añadió dándose la vuelta hacia el tren que ahora ascendía una suave colina de color verde pálido entre fresnos.
-Si no lo arreglas el tres descarrilará allí, en el túnel -espetó Cortés levantándose y señalando con el dedo el lugar exacto del accidente previsto. A tu edad, yo también era aficionado a los trenes y a los ingenios mecánicos.
-¿Y ahora no? -preguntó Koni sin atreverse a mirarle directamente.
-Ahora me siguen gustando, pero no tengo tiempo -al decirlo, el tren estaba llegando al túnel. Torció la curva con un ligero movimiento bamboleante y volcó ante los ojos atónitos de Koni. Cortés había logrado sorprenderle. Lo tenía en el bolsillo. Ahora sólo era cuestión de tacto. Koni tomó la locomotora con la mano izquierda.
-¿Se refiere a este eje?
-Sí, y es posible que el otro también esté torcido. Dámelo. Lo arreglaré
-¿Qué quiere saber? -Koni había entrado en materia, pero Cortés no se dio por enterado. Prefería ir despacio y hacer las cosas a su manera.
Hablaron de electricidad de bajo voltaje, de accesorios disponibles, de iluminación para túneles. Y cuando Koni estuvo confiado y dispuesto, Cortés le lanzó una pregunta al aire,
-¿Por qué dijiste que el asesino tenía 3 caras? -Por un momento, Koni, sorprendido, guardó silencio, como si pensara la respuesta. Cortés le vio dudar e inquietarse.
-Claro -dijo. ¡Qué bobo soy! No venía a hablar de trenes conmigo. Debí suponerlo.
-Sí, Koni, pero lo de las 3 caras... ¿Y no podrías darme una pequeña descripción, algo que me pueda servir de pista? Koni, necesito que me ayudes. Mientras, tras la puerta, Matilde Baudrix espiaba la conversación y pensó que tenía que alertarlo. Si no lo hacía, algo mucho más grave podía pasar, una tragedia, mucho peor que una plaga.
Todo lo que Cortés consiguió averiguar del crío era que el criminal llevaba 3 caretas, no 3 caras, 3 caretas, insistió.
Su madre había entrado en la estancia en un momento inoportuno y volvió a acercarse al hijo para besarlo. ¡Qué pesada!
-Perdone, señora Baudrix, pero no hemos terminado -le dijo Cortés con el tono más frío que supo mostrar. Cortés hacía alarde de su apellido, especialmente con las mujeres, pero no soportaba interrupciones en su trabajo-. Si no le molesta, será mejor que salga y nos deje solos. Koni, me estabas contando algo.
-El asesino era alto.
No pudo obtener más información. Se despidió de la madre y el hijo. Salió a la calle. Encendió otro pitillo. Al pasar por la zona precintada vio un haz de luz que salía del portal. La luz iluminaba una cinta roja sobre estampado azul. Se agachó. Tomó la pinza del bolsillo, una bolsa de plástico y la introdujo dentro. Podía ser una pista. Estaba cansado. La calle principal del barrio estaba envuelta en la luz mortecina de las farolas. No había un alma en la calle.
El coche estaba aparcado frente al portal y Cortés se despidió del policía de guardia. Aún no habían levantado el cadáver porque la juez no había llegado. Eran más de las once. Arrancó su Ford viejo y se fue a casa a dormir.
La mañana siguiente comenzó con la estridencia del teléfono sonando junto a la cabeza de un resacoso Cortés.
Había pasado buena parte de la noche deambulando, petaca de whisky en mano, intentando olvidar aquel barrio
-Señor inspector, perdone que le despierte a estas horas, después de su turno doble, pero tiene que venir enseguida.
-Pero... ¿qué es lo que sucede?
-El cadáver de Lupinio Aguirre ha desaparecido de la sala de autopsias.
-¿Cómo que el cadáver ha desaparecido?... ¿Quién coño roba el cadáver de una morgue?
-No lo sé inspector, acabo de comenzar turno. Hay una cosa extraña: dejaron un pergamino envuelto en cinta azul y roja.
-Mierda. Voy enseguida -De camino a comisaría compró el diario de la mañana. Obviamente, la muerte de un personaje como Aguirre venía en portada.
Lupinio Aguirre provenía de una familia pobre del barrio obrero. Nadie sabe cómo, porque no tenía habilidades especiales, de la noche a la mañana, el don nadie Lupinio se había convertido en el señor Aguirre, fundando su propio banco. Y, a base de usura, extorsiones varias y una sospechosa relación con políticos locales, se adueñó de media ciudad.
-Menudo elemento -comentó Cortés sorbiendo su café largo-. Habrá que encontrar la aguja en el pajar.
Porque una cosa estaba bien clara: La cantidad de gente con motivos para querer matarlo podría llenar un estadio de fútbol. Cortés había dormido mal, como siempre. La soledad se lo estaba comiendo como la sal marina carcome los cimientos. Tenía ojeras. No dejaba de fumar. La conversación con Koni le había dejado prendida alguna nostalgia desconocida. ¿Estaba echando de menos a su hijo? Debía tener ya unos 16 años como Koni, así como altura y complexión parecidas. Se estaba poniendo nostálgico y eso le irritaba. Encendió otro pitillo. Dio dos caladas y lo lanzó con fuerza. Escupió.
Y ahora, para empeorar las cosas estaba la desaparición del cadáver. Dio un golpe con el puño y apretó la mandíbula.
Subió al coche, que estaba aparcado lejos de la comisaría. Cada día había más tráfico en aquella tediosa ciudad.
Arrancó el motor después de tirar el periódico en el asiento del copiloto ¿Es que nada podía salirle bien? Aceleró.
Sabía de sobra que nadie en el depósito de cadáveres le iba a decir nada nuevo, pero ¿dónde buscar?
Lo que no sabía Cortés es que, el asesino, pagado de sí mismo, se le iba a poner a la cara.
Se sintió observado todo el camino que recorrió desde la puerta de comisaría, a la que no entró, hasta la cafetería.
El café amargo, el cuarto del día, tampoco le dejó nada en los posos -malditas videntes-, y cuando estaba desesperado…
Fue un susurro que le heló todo el cuerpo, algo sobrenatural, algo salido del humo de las alcantarillas.
"Aún estás a tiempo." Aquellas palabras, tan tajantes y misteriosas, devolvieron la vulnerabilidad a Cortés. Quiso girarse para averiguar quién había sido capaz de romper sus años de experiencia como detective. Pero el miedo, a aquel desconocido con el que hacía tanto que no se topaba, le hizo dudar durante segundos. Tomó aire y se dio la vuelta esperando encontrar a alguien. Demasiado tarde. El dueño de aquella voz era un profesional. Había sido capaz de hacerle confundir la realidad con su imaginación. Había tomado demasiados cafés y era consciente de que la cafeína podía hacerle desvariar. ¿Era real aquella voz? El mensaje era tan claro como abierto. "Aún estás a tiempo." Pero, ¿a tiempo de qué? Sonaba a advertencia. También a amenaza. Cortés trató de recapitular sus últimos movimientos. ¿Habría sobrepasado el límite que lo pondría al borde de la muerte? Tenía demasiados años a la espalda como para…
¡Mierda! Otra vez esa nostalgia... Quizá había llegado el momento de ir a verlo. Koni era tan parecido a él que le hizo replantearse las cosas. El trabajo había ocupado su vida hasta tal punto que su familia había pasado a segundo plano. Tuvo un escalofrío. Fue una señal. Había llegado el momento.
Desde que le diagnosticaron la enfermedad y el siquiatra lo inflara a pasilla, oía voces cada cuanto. A veces le daban órdenes. Se lo habían advertido. Muchas de las cosas que escuchas y ves no son reales. La esquizofrenia produce esos efectos, le había dicho es siquiatra. Toma este medicamento y los síntomas se aliviarán, aunque no desaparecerán.
Tenía la sensación de llevar alguien sentado en la parte trasera del coche. Empezó a sudar. Miraba continuamente por el retrovisor para asegurarse de que estaba solo. El parabrisas no daba más. Las luces rojas de freno de los coches delanteros penetraron en su retina difuminadas por el efecto de la manta de agua que caía. Sudaba frío y estuvo a punto de chocar contra el coche que iba delante. Giró a la izquierda sin dar al intermitente, pese a que aquella dirección no conducía hasta la morgue. El móvil empezó a sonar. Puso el manos libres. 
-¿Sí? -Soy Laura Flick, su nueva ayudante. Le estoy esperando en la puerta de la morgue, pero espero sus órdenes. -¡Mierda!, lo había olvidado. Había olvidado lo de la nueva ayudante. Apenas paró unos instantes en doble fila frente al portal de su ex. Su hijo vivía allí. ¿Le recordaría? ¿Sabría quién era su padre? La emoción le embargó por un momento, unos segundos hasta que el móvil volvió a sonar. -Cortés al habla -Capitán, tiene que venir inmediatamente. Hay un paquete urgente para usted.
-¿Y?, ¿Tendría que ir más deprisa con este tráfico por un maldito paquete? -Sí, capitán. El remite es del asesino de L.A. Había oído bien. Cuando su ayudante le leyó de nuevo quién firmaba el remite, dijo: "El asesino de Lupinio Aguirre.
Entró en la morgue con más cara de difunto que los que estaban allí. Había dejado el coche de cualquier manera. 
Le entregaron el paquete. Lo abrió. Había un plástico con una masa sanguinolenta dentro y una nota: Iré devolviendo a L.A. en pequeñas entregas. La 1ª es el cerebro, el culpable de todos los males que ocasionó en vida. Cortés suspiró.
Algo de luz entre tanta oscuridad -se dijo-. Pero esto levantaba más interrogantes. Estaba claro que el motivo era la venganza. Pero había que considerar la posibilidad de que varias personas estuvieran implicadas en el crimen, si es que borrar del mundo a semejante individuo podía calificarse así. Tenían que ser al menos dos. Nadie se lleva un cadáver de una morgue cargándolo al hombro. 
-Quiero interrogar a los que estaban de guardia cuando desapareció el cadáver y quiero saberlo absolutamente todo sobre la víctima. Haga un dossier. Quiero saber con quién se relacionó hasta el último día, cargos que ocupó, lugares que frecuentaba. Todo. ¿Me ha entendido bien? Todo -insistió visiblemente alterado. La ayudante desapareció manos a la obra.
Laura Flick estaba confundida nunca pensó que el primer día le tocaría un marrón semejante. Se sentía desbordada por los acontecimientos. Su cabeza se llenó de dudas: si estaría a la altura de las circunstancias, si había sido una buena idea pedir ese destino a pesar de las voces en contra, si su sistema nervioso aguantaría...
Deslindar entre todos los posibles enemigos de L.A. aquellos que tuviesen razones suficientes para matarlo iba a ser difícil. Cortés pensó que había que empezar por aquellos a los que L.A. había estafado en el affaire inmobiliario. Lo primero que tenía que hacer era conseguir una lista de los afectados. Iba a ser fácil. Había una asociación.
También contaba con una prueba que lo acercaba a la realidad: aquella cinta azul y roja debería pertenecer a alguien.
Si Flick hacía bien su trabajo, pronto podrían desvelar algún indicio coherente hacia el asesino. No todo podía ser sobrenatural. Esa era su debilidad, las pastillas y el alcohol lo estaban terminando de matar de espanto y locura, así que lo más sensato era intentar sacar alguna huella de la cinta encontrada a los pies del cadáver.
Desenrolló el pergamino, pero no había nada escrito en él. En su larga experiencia con criminales había aprendido que a algunos les gusta dejar su propia firma. Aquella cinta era la prueba de que se enfrentaba con un criminal orgulloso de su trabajo. Esta era a su vez la única pista, puesto que sin cadáver no habría informe de autopsia y eso era un gran impedimento. ¿O no? Mirándolo bien, sabían la hora de la muerte, por la cantidad de sangre era probable que el asesino hubiese seccionado la tráquea y la carótida. De haber habido autopsia, el forense hubiese podido dictaminar las características exactas del arma usada. Sintió que las sienes le fuesen a explotar. Tenía que dar otro trago a la petaca. Se acordó de su ayudante, apenas la había visto unos segundos, no sabría describir su aspecto, ni decir su edad. Lo que más le había gustado de ella es que hubiese desaparecido ipso facto, para cumplir sus órdenes. 
¿Cómo le habían dicho que se llamaba Laura Flist o Flich, o Flick? Solo podía esperar. Claro que, si el asesino pensaba ir devolviendo trocitos, siempre podrían hacer una autopsia por partes. 
Se le presentaba por delante un día muy largo 
Cuando Laura Flick vio por primera vez a su jefe Cortés, de buena gana habría salido corriendo. Era un tipo escuálido, sudoroso, con aspecto de enfermo, avinagrado e inquieto. Sin embargo, ella sabía donde se había metido. Había pedido aquel puesto a propósito, después de que un buen amigo suyo se lo aconsejase. "Si quieres aprender, él es el mejor", le había dicho. "No le infravalores, aunque parezca que está ausente y no se entera de nada, es una máquina", había añadido y Laura siguió el consejo a rajatabla. Sabía que iba a trabajar con un enfermo mental, pero su meta era aprender y para eso había que estar con el mejor. En el momento en que Cortés le dio la orden de hacer el dossier se dirigió a la biblioteca donde trabajaba su novio Alex. Le pidió poder quedarse en la hemeroteca hasta que terminase y Alex habló con los de seguridad y asumió la responsabilidad de dejarla sola hasta altas horas de la madrugada si era necesario. Le dio un beso a escondidas y le enseñó cómo funcionaba la máquina de microfilm.
Laura dejó el bolso sobre la mesa. Sacó un café de la máquina y se dispuso a pasar horas buscando información sobre Lupinio Aguirre en los periódicos. Se centró en la pantalla que tenía delante, sin advertir la presencia de otros investigadores en la sala.
La historia de Lupinio Aguirre era un verdadero escándalo camuflado. Todo comenzó a los veinte años, en aquel barrio.
Había conseguido recalificar unos terrenos en los que se había cultivado trigo durante toda la vida. No se sabe de qué manera logró hacerse con ellos, ni de qué treta se valió para conseguir un plan parcial; el caso es que lo consiguió. Construyó una fabulosa urbanización de lujo y se hizo millonario. Tanto, que llegó a fundar su propio banco.
Lupinio Aguirre salió a las portadas de los periódicos de la noche a la mañana, como una estrella emergente Así que de constructor dudoso pasó a ser usurero reconocido, pues engañaba a gente de su mismo barrio de procedencia, para después ir consiguiendo sus viviendas. No tenía escrúpulos ningunos, no se apiadaba de nadie, todos le temían.
No se le conocía pareja alguna. -Claro- pensó Flick -¿quién se iba a acercar a él?- En ese aspecto no iba a encontrar. Y comenzó a pasar fotos y fotos guardadas en la hemeroteca: de inauguraciones, de cenas de nochevieja publicadas...
...-¡¡¡Espera!!!- Ella misma se sobresaltó. La hemeroteca se había quedado desierta, era ya madrugada.
En el reloj de pared dieron las tres. A lo lejos, incluso llegó a escuchar las campanadas de la abadía de enfrente. El silencio era brutal, frío, espeso como una niebla de otoño. Solo estaban ella, la pantalla y el eco de su voz.
-¡Dios mío!..no puede ser. Esta cara, justo en esta foto. No puede ser. He de llamarlo ahora mismo- Laura no lo sabía, pero la hemeroteca estaba cerrada a cal y canto por motivos de seguridad, y no había, ni cobertura ni línea telefónica. Sin embargo, algo debía de hacer, y además, muy urgentemente. Que llevara aquella cinta en la muñeca era la clave.
Pero ¿llegaría Laura Flick a tiempo, o, simplemente llegaría, a darle la información a su jefe?
Flick escuchó su propia respiración alterada. Una luz tenue iluminaba la estancia, la luz de la pantalla, mientras el resto permanecía profundamente oscuro. Laura apenas se había dado cuenta del paso del tiempo. Cuando llegó a la sala estaba repleta y poco a poco, a medida que se fue echando la tarde la gente se fue marchando hasta quedarse sola.
Estaba absorta en su trabajo. Le costaba creer que hubiesen matado a un tipo así y que lo hubiesen hecho de una forma tan burda. De entre todos los que aparecían junto a Lupinio en la foto de la fiesta, el que estaba a su lado era el jefe de Cortés, su jefe. ¿Estaría él implicado en alguno de sus turbios negocios? Había otros dos hombres a quien no conocía y una mujer que miraba hacia otro lado y tenía una copa en la mano. Le llamó la atención el pronunciado escote de la espalda. Le llegaba casi hasta la curva del coxis.También llevaba una dalia tatuada en el hombro derecho.
Intentó marcar el número de Cortés en el movil, pero no había cobertura.Lo intentó con el fijo y comprobó que tampoco había línea. Empezó a agobiarse. Eran las 4,30 horas de la madrugada y estaba tan cansada que apoyó la cabeza y el brazo sobre la mesa y se quedó dormida. Sus sueños fueron agitados e hizo un par de movimientos violentos, como si se estuviese defendiendo de alguien. En lo más profundo del sueño, sonó el teléfono fijo con un timbre estridente.
Laura Flick despertó sobresaltada. Corrió al teléfono. Descolgó y cuando preguntó quién llamaba, colgaron.                         
Pasaron más de dos horas en absoluto silencio. Laura había vuelto a la pantalla y siguió buscando e imprimiendo los resultados que obtenía. Acababa de encontrar una estafa inmobiliaria en la que L.A. parecía estar involucrado.
Aparecía en más de media docena de portadas, junto a su abogado, saliendo o entrando en la Audiencia Nacional.¡ Vaya elemento!, pensó Laura. Había conseguido sosegarse un poco concentrándose en su trabajo. Cuando la luz que entraba por la ventana empezó a cambiar Laura ojerosa sintió la vibración del móvil. ¿Ahora si había cobertura? Contestó a la llamada, tras comprobar que al otro lado de la línea estaba Cortés. 
-Tenemos a todos los periodistas detrás del culo –gritó-. Más vale que haya encontrado algo interesante o se le va a caer el pelo -amenazó.
-Si, jefe, he encontrado algo, contestó Laura. Quiso pasar lo más desapercibida posible. Salió de la biblioteca como una más, esperanzada de que sus ojeras no la delataran. Ni siquiera se detuvo a hablar con su novio Álex. Cogió el bus urbano. Tardaría más en llegar pero era necesario pasar desapercibida. La discreción era una pauta necesaria para su trabajo. Ya cometió un error en su pasado y se negaba a repetirlo. No podía decepcionar a Cortés. Le gustaban los retos y sin duda este sería uno de ellos.
El bus estaba lleno de críos que pasarían toda la mañana encerrados en la cárcel de la educación. El vocerío era ensordecedor. ¿De dónde sacarían tantas energías a esas horas de la mañana? Laura estaba agotada. La noche había sido larga y extraña, y por suerte también productiva. El trayecto se le estaba haciendo eterno. Quería llegar cuanto antes para terminar su cometido y descansar. Decidió coger la agenda del bolso para entretenerse leyendo los apuntes tomados durante la investigación nocturna. Esperaba encontrarla a la primera porque siempre llevaba lo justo dentro del bolso. Sacó las llaves, el bolígrafo, los pañuelos... No. No. ¡Otra vez no! ¡Había cometido un error que pondría en peligro todo el caso! Juraría haberla cogido antes de irse.... ¿O no? Tendría que ingeniárselas para que nadie notara nada.
-¡Álex! ¡Vete a la hemeroteca ahora mismo. Busca mi agenda, ya sabes cual es, la negra de bolsillo –telefoneó.
-Aquí no hay nada. Acabo de revisar la sala de arriba a abajo y tu agenda no está. 
-¿Seguro? -Sí, lo siento cielo.
¡Mierda! Ahora alguien tenía su agenda y era dueño de sus secretos. Las cosas se estaban empezando a complicar. Estaba cerca de una pista fiable y ahora todo podía irse por la borda de la manera más estúpida.
Mientras, justo al otro lado de la ciudad, Cortés esperaba pacientemente que la sucursal bancaria abriera. No sabía si iba a sacar algo en claro, pero si el dueño de un banco era asesinado, algo podría serle útil.
Por eso estaba en la puerta, con una orden judicial en una mano y un café caliente en la otra. Sí, un café caliente.
Las horas anteriores las había pasado Cortés tomando declaración a todos los que vivían en el inmueble donde habían matado a Lupìnio Aguirre. Había recabado información, incluso de otros vecinos del barrio que hubiesen podido ser testigos del crimen. No había conseguido mucha información, la verdad. Únicamente había sacado en limpio que la víctima era poco o nada conocida en aquella zona de la ciudad. Casi nadie sabía muy bien cómo era el muerto ni a qué se dedicaba.
No solía recibir visitas y paraba poco en el piso recién alquilado. ¿Para qué querría alguien como él tener un escondite así? ¿Sería un nidito de amor? Si lo era no había levantado sospechas entre la vecindad. ¿Sería acaso un lugar que estaba preparando para delinquir? ¿Para esconder qué o a quién? Cortés no podía dejar de hablar y gesticular. Sus razonamientos no le llevaban a ninguna parte. Pero el puzzle estaba ahí con todas sus piezas intactas. Esa tarde empezaría a tomar declaraciones a los miembros de la asociación de estafados inmobiliarios. Había que buscar personas con motivos suficientes para cometer un crimen como ese. Rápido y sin dejar huellas. Bueno, tenía una cinta.
Nada más terminar el café y cuando se disponía a salir de nuevo, sonó el teléfono.
-Capitán Cortés tiene usted otro paquete encima de la mesa con las mismas características que el primero y aún hay más han matado a otro hombre de una forma parecida a como mataron a la primera víctima. Necesitamos que venga urgentemente. No sabemos por dónde empezar
Otro quebradero más de cabeza. No podía ser verdad. Debe ser malo cambiar el alcohol por café, pensó cortés. El caso se estaba complicando, porque una muerte así podría tener un móvil razonable, pero dos era una pesadilla.
Necesitaba atar cabos rápidamente o pronto la ciudad se iba a convertir en un reguero de cadáveres sin remedio. Por otro lado, tener un asesino en serie disparaba su adrenalina. Si lograba resolver el entuerto, ascenso asegurado.
De momento, su primera preocupación era mantener a la prensa alejada lo máximo posible. Si hay algo que busca un asesino en serie es notoriedad, una psicopatía en busca de gloria, pasar a la historia.
Y la segunda preocupación era dar con la chica nueva a sus órdenes ¿Dónde demonios se habría metido la novata?
Ordenó al sargento que le había llamado que enviase el paquete directamente a Sara, la forense. Sólo le faltaba tener la capacidad de estar en tres sitios a la vez. Ya ni dormía. Había dejado de beber o al menos lo estaba intentando.
La nueva víctima había aparecido en una vía muerta del tren, cerca del barrio donde habían matado a lupinio. Subió al coche y puso dirección al sur de la ciudad. El cielo estaba aún más negro que en los días anteriores y la humedad era del 85% según indicaba el barómetro del coche. Hacía calor y Cortés bajó la ventanilla para dejar de sudar. Había olvidado tomar su medicación, ya era el segundo día y el nerviosismo había aumentado. Había empezado a oír voces de nuevo.
Cuando llegó al lugar del crimen le estaba esperando un coche oficial y, cosa rara, todavía no había periodistas. Se bajó del coche un hombre alto, bien trajeado y con los zapatos brillantes, a diferencia de Cortés que vestía un pantalón muy arrugado, zapatos sucios y un anorax descosido por la parte del dobladillo.
-¿Es usted Cortés? –preguntó el hombre del traje, ofreciéndole su mano para saludarle. Soy el gobernador. Necesito hablar con usted urgentemente.
-Sí, soy Cortés y siento decirle que deberá esperar, gobernador. Estoy trabajando. Disculpe, le dijo eludiéndole y dirigiéndose directamente a la zona precintada. No estaba dispuesto a dejarse amedrentar. Llevaba dos días recibiendo llamadas de gente importante, en relación con la investigación sobre la muerte de la 1ª víctima. No le estaban dejando trabajar y eso le molestaba mucho. Se acercó al hombre asesinado que yacía boca abajo, en plena vía del tren. Tenía seccionada la yugular y el charco de sangre era abundante. Dio orden de aumentar la vigilancia, no quería que volviese a desaparecer el cadáver. Aunque no sabía si se encontraba ante el mismo asesino había que extremar las precauciones.
En una primera inspección ocular rápida comprobó que sobresalía algo del tobillo. Levantó el pantalón de la víctima y encontró anudada al tobillo una cinta roja y azul, atada en forma de lazo, como si fuese un regalo.

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