Hasta el Fin de los Tiempos


¿Quién no echa una mirada al sol cuando atardece?
¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla?
¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?
¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?  
 

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.
Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.
Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.

(John Donne)


Bien, aquí estoy, después de toda una vida persiguiendo sueños, luchando de trabajo en trabajo de mierda con sueldos de mierda haciendo ricos a jefes hijos de la gran puta, egoístas, mezquinos y miserables para poder pagar la hipoteca a la que me anclé bien pronto; sí, anclado justo cuando todo el mundo compraba a precios inflados  diez veces sobre lo que realmente valían  porque parecía que si no te arriesgabas nunca podrías hacerlo ya, el mundo se acabaría y solamente podrías optar a vivir en una cueva cochambrosa; todo para después conducir a la ruina a más de un millón de familias cuando la burbuja inmobiliaria acabó explotando en las narices, los bolsillos, la ira furibunda y los corazones de medio país para que unos pocos constructores sinvergüenzas y sus compinches banqueros pudieran encender puros, como cantaba Sabina, con billetes a millón, descansando felices y despreocupados en sus retiros humildes de islas privadas en Cabo Verde, las Seychelles y paraísos fiscales varios. Después de cruzarme por fin con la mujer con la que soñé desde los doce años hasta casi alcanzar los cuarenta, picando flores mientras la buscaba incansable en cada esquina, en cada tango, en cada verso leído, escuchado o escrito, en cada canción, incluso en más de un burdel bajo el efecto del bourbon, la cocaína y la desesperanza, conviviendo a veces convirtiendo por un tiempo mi alma en simulacros de felicidad, muchas veces efectivas pero siempre incompletas, siendo el hombre de la puerta de atrás despechando en cada mujer casada con la que me acostaba mi maldita suerte, descargando sobre ellas todo el peso del reproche de mi pensamiento en forma de sexo animal, tachándolas interiormente de imbéciles, por no saber valorar lo que tenían en casa despreciándolo perdiendo noches de hotel con un hombre como yo; también fui durante un tiempo el Tenorio de Zorrilla, engañando a jovencitas incautas propensas a sibilinos y dulces halagos, cenas románticas con menú afrodisíaco y velas apagadas a base de sudor lujurioso. O el pardillo de turno al que le sacaron los cuartos; porque he de decir que hay mujeres para todo: vas de listo y hombre de mundo acostumbrado a embaucar gratuitamente hasta que topas con la horma de tu zapato, quizás con una horma mucho más grande y astuta golpeando tu cara de un lado a otro, la más infame de las meretrices salidas del infierno, esas que te chupan la sangre, la cartera y te sorben hasta el mismísimo tuétano por el simple hecho de que todo sucede al revés. Eres tú quien se cuela hasta los huesos en el primer cruce de miradas, pierdes la cabeza en el siguiente beso y dejas de ser tú mismo para pertenecerle por completo en el mismo instante en el que te acaba destrozando en la cama, y te sientes encoñado sin saber ni querer saber nada más. Después de conseguir ocupar la mayor parte de mi tiempo en escribir, sin dedicarme profesionalmente a ello, porque tal y como está la vida, de las novelas viven los cuatro de siempre que se reparten los premios y los contratos editoriales, y con los libros electrónicos, la piratería, las publicaciones ruinosas y el ínfimo nivel educativo del personal de menos de treinta años, casi no saben leer o escribir, y lo poco que conocen no lo entienden. Después de llegar a un nivel de felicidad en el que no vives exaltado pero levantarte cada mañana es casi una bendición, entiendes que merece la pena, ahora va y surge esto. Ahora me siento como si llevara cuarenta y cinco años nadando sin parar,  ahora que la orilla de la playa se presenta ante mis ojos, el olor a arena fina y algas, el sol amparado en palmeras cuya sombra debería ser mía, es cuando desfallezco, mis extremidades se embotan y el agua pasa del cuello a meterse en la boca, y sabe a rayos. Sí, esa es la sensación, la frase hecha más fácil y apropiada que se me ocurre. Quisiera poder respirar un poquito mejor, el ataúd en el que me han metido es un tanto incómodo. Por supuesto, ellos no saben toda la verdad, no se les pasa por la cabeza que los muertos también tenemos sentimientos, necesidades, muchas cosas por hacer. Nos entierran, a ser posible lo más herméticamente posible, mucho más aún si hemos muerto de cáncer y estamos atiborrados de medicamentos altamente contaminantes. Así que pienso seguir quejándome allá donde mi espíritu vaya a dar con sus posaderas, dando la murga a quien ose acercarse a menos de dos nubes, hasta el fin de los tiempos. Aviso, hasta el fin de los tiempos.

2 Response to "Hasta el Fin de los Tiempos"

  1. Sigue quejándote, que hay quejas que gusta leer, aquellas realizadas por los escritores.

    Un saludo!

    Muchas gracias. I., se hará lo que se pueda.
    Besicos varios.

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