El Cadáver de Matilde Baudrix
Adrián Pontirulo lanzó el cadáver de Matilde Baudrix después de encontrarla sentada en el pantalán dieciséis a las cuatro de la mañana. Presentaba signos evidentes de congelación y le dio mucha pena. Así que decidió subirla a su auto tal y como murió. El rigor corporal propio de la falta de vida y la baja temperatura lo obligó a cargarla con mucho cuidado, no fuera el diablo que en el transcurso de los escasos cien metros hasta el aparcamiento perdiera miembros como migas de pan.
A esa hora, nadie lograría verlo, lo cual suponía un alivio. Matilde estaba realmente preciosa, parecía estar dormida, un sueño dulce, pensativo, escudriñando siempre el horizonte con una mueca egipcia. La llevó a casa, la maquilló con pinturas de su hija todo lo mejor que supo y la sentó en una silla de ruedas de cuando su abuelo malvivía aquejado por una parálisis de cintura para abajo por las esquirlas de metralla de las muchas bombas lanzadas por los ingleses en las Malvinas.
Había soñado con algo así desde su infancia, y Dios le había enviado su premio. Colocó un viejo casco de motorista en la cabeza de Matilde Baudrix, aunque ya le iba a proteger bastante poco y empujó la silla de ruedas cuesta abajo con todas sus fuerzas.
Cien metros más tarde, justo al final de la avenida, una puerta doble enorme abierta de par en par la esperaba bajo el cartel de “Entrada Proveedores”.
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