Antonio y Amparo
Esta es una historia que leí en una vieja hemeroteca, intentando documentarme para no se qué libro a medio escribir, guardado en el cajón de la memoria, de mi vieja memoria gastada por el polvo de los años, cuando no existía internet, blogs donde desahogarse o redes sociales en las que uno convive virtualmente con medio mundo.
Me paré automáticamente en una fecha indeterminada de un diario imaginario, simplemente por el nombre de los protagonistas de la breve reseña: Antonio y Amparo. No era una noticia importante, ni con un final de película, pero a veces, la imaginación se vuelve juguetona y simpática, y tiende a distorsionar y a acomodar la vida de los demás a como tú quisieras que se desarrollara.
Antonio siempre fue un hombre un tanto taciturno, enfrascado en ordenar contínuamente la biblioteca de una casa que nunca pudo terminar de pagar, será porque se lo gastaba todo en libros, libros leídos y releídos una y otra vez. La única distracción para él eran largos paseos por un jardín repleto de palmeras, a la luz de las farolas. No le importaba la chusma dueña del parque a partir de ciertas horas, incluso se atrevía a saludarlos, conversar con ellos, contarle historias de Dumas, Sabatini o Salgari. Ellos, al principio, lo tomaban por loco; con el paso del tiempo, hasta lo echaban de menos si una noche no aparecía para hablarles de patentes de corso, barcos cargados de oro, cagarse en los muertos de aquella compañía de Jesús que evangelizaba a base de espada y cañones de a seis libras en nombre de Dios, o de un tal Drake que los llevaba de puto culo cuando se cruzaba enmedio del atlántico, apuntando en batería y abordando sin piedad en nombre de la pérfida albión.
Amparo, por su parte, era mujer de su casa. Se ganaba la vida planchando ropa para una modista adinerada, cuidaba de sus dos gatitas y también paseaba por el mismo parque que Antonio. Obviamente, a horas diferentes. Amparo disfrutaba escuchando música, viejos discos de Billie Hollyday o Etta James, mientras tomaba su té con leche o repasaba mangas de camisa en un aparato especial unido a su tabla de planchar. Eso la relajaba hasta tal punto que añoraba, en plena época de inventos locos, una máquina capaz de fregar la vajilla sin necesidad de meter las manos en el agua fría para limpiar los platos y vasos amontonados en la cocina. Vivía sola, y sólo hablaba con sus gatas. Y no es porque no tuviera nada que decir, sino porque tenía el alma tan rota que no le salían palabras para nadie. Hacía su trabajo, entregaba sus encargos, cobraba su jornal, y se marchaba a casa, con ese andar elegante que proporcionan unas piernas largas, un cuerpo delgado y proporcionado, y su abrigo hasta debajo de las rodillas, escondiendo una belleza de carisma, más que de portada del Vanity Fair.
Pero el destino la mayoría de las veces se comporta de una forma ininteligible, igual te regala una ilusión que te lanza la peor de las maldiciones. Y tuvo que suceder. Antonio y Amparo tropezaron en ese jardín lleno de palmeras, a plena luz de la luna, sin hampa alrededor, sin barcos atravesando el caribe ni trajes cortados a medida. Sólo ellos dos, la noche fría y la vida por delante. No hubo flechazo....o sí, no hubo caricias....o sí, él la invitó a cenar, ella lo invitó a te. El le contó lo que estaba escribiendo, ella como se plancha como Dios manda, y entre una cosa y otra, un largo paseo, un paseo tan largo que se hizo corto.
El romanticismo de Antonio chocó con el realismo de Amparo, o chocó o se complementó, eso nunca puede saberse, porque la reseña fue tan breve que a veces confundes imaginación con ilusión.
Ahora yo, desde mi humilde vagón de cola, insto a todo el viajero que me acompaña, imagine conmigo, y me diga qué es lo que pasó con Antonio y Amparo, justo después de lo que acabo de relatar. Sería para mí todo un honor que me propusieran el final de esta historia.
Sinceramente: el Maquinista.
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