
Cuando éramos niños, recuerdo las noches de verano en el pueblo, sudando como condenados, agarrábamos las bicicletas y marchábamos en pandilla a callejear, a las tantas de la noche, huidos de la calle de donde se supone que no podíamos salir, libres, calmando el calor con la brisilla tibia dándonos en la cara, transgrediendo las direcciones prohibidas, pasando a centímetros de la gente que salía a tomar el fresco a las puertas de casa, con mesitas de playa y limonada. Y buscábamos la plena oscuridad, aquella que sólo nos permitiera ver unos metros delante nuestro, justo lo que pudiera iluminar el pequeño faro accionado por la dinamo rozando en la cámara. Cuando nos cansábamos, regresábamos al redil, una amplia calle mal asfaltada. Entonces, íbamos a por nuestro armamento pesado, unos pequeños lanza-gomas fabricados con listones de aglomerado plano a modo de kalashnikov. Y nos poníamos en marcha buscando salamanquesas apostadas junto a las farolas. Más de una bombilla cayó, y más de un reproche por parte de nuestros mayores, porque, lo que nosotros no alcanzábamos a saber, era que aquellas pequeñas salamanquesas devoraban los mosquitos que, a su vez, nos devoraban cada noche a nosotros. Hay mil y una experiencias, otras tantas anécdotas que me llenan la mente y ensanchan mi corazón, recuerdos de amigos que no volví a ver, de un mundo que se marchó, que no tuvo continuidad. Hoy no hay niños en la calle, se perderían en un océano que no conocen, la imaginación se la imponen programas de televisión, videojuegos agresivos y demasiado competitivos, no tienen que buscarla, como nosotros nos veíamos obligados por la escasez. Además, tal y como está el mundo, es preferible que no salgan a la calle, podrían secuestrarlos, pegarles un balazo, o algo parecido.
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