Antonio y Amparo (V): El Fabricante de Sueños

Pasaron varias noches sin dormir, varios días sin comer, mirando el resquicio de luz al final de una puerta mal cepillada. Se convirtió en principio y fin de su cuento, adivinando su final, intentando ponerse en su propio pellejo, tratando de asimilar que, pasara lo que pasara, no se iba a escapar de rositas, que un disparo certero, suave, sin estridencias, era el mejor final. No tenía nada que perder, pero sí que podía imaginar un buen final. Así que se puso a escribir.

Se despertó como caído de una nube, radiante, sosegado, con una sonrisa de oreja a oreja, por fin tenía todo sentido, su vida encontró un camino que atravesar. Sabía el precio a pagar, pero no importaba, aquel sueño tan real, tan esperanzador, no importaba nada más.

Así que se puso en marcha, sin más prisa de la necesaria, una buena ducha, un afeitado apurado y un quehacer superior. Bajó los cuatro pisos por la escalera, mirando risueño la puerta del ascensor hasta llegar a la calle. Sintió el calor del solecito del sur en la cara limpia, tenía que aprovechar cada momento como si fuera el último, porque no le daban mucho tiempo.

Sólo tenía que rozar a la gente, con eso bastaba para iluminar sus vidas, el efecto era similar a convertir uno de sus sueños en realidad. Así que disfrutaba con las caras que ponían al mínimo contacto con su cuerpo: primero era una especie de iluminación, una sensación de bienestar y claridad, luego una sonrisa de oreja a oreja, para luego acelerar sus pasos en busca de lo que acababa de pasar por sus mentes, a toda velocidad.

Las primeras semanas se convirtieron en una dicha contínua, al fin se sentía útil, grande, importante dentro de la discreción de no ser advertido.

Obviamente, toda dicha tiene su lado oscuro, su anverso irremediable. El precio que el pequeño fabricante de sueños pagaba era el de perder un cachito de corazón por cada persona que lograba rozar y hacer realidad su más hermoso sueño.

Así que el tiempo para él jugaba en su contra. Comenzaron a flaquear sus fuerzas, y con ellas, también su ánimo, su humor, las ganas de salir a la calle. Se volvió huraño debido a los dolores provocados por la falta de riego sanguíneo. Moría poco a poco , lentamente. Comprendió que es como si hubiera vendido su alma al diablo por el resto del mundo. Y ahora el mundo le daba la espalda por completo.

Maltrecho y acabado, comenzó a sentir una presencia incómoda acechando sus movimientos, cerca de su cama, de sus alimentos, alguien llamándolo con insistencia a su lado. El punto final se acercaba.

Un niño se apareció ante sus ojos, un niño enfermo como él, en las postrimerías de una dolencia mortal. Necesitaba su ayuda para seguir con vida. A él tan sólo le quedaba una porción de corazón. Si lo rozaba, si se lo entregaba, su muerte estaba escrita, aunque eso era un proceso que el mismo destino ya lo había marcado.

Le costó poco decidirse, comprendió que su misión, su verdadero sueño era el que los sueños de los demás se hicieran realidad. Así que no sólo lo rozó, sino que lo abrazó tiernamente y se dejó llevar por la luz detrás del cuerpo del niño llamándolo.

Nadie recuerda ya al fabricante de sueños. En realidad, nadie lo hubiera recordado de todas formas, solo el niño que sanó, que aún conserva en su piel una de las lágrimas que cayeron cuando lo abrazó para devolverle la vida.

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