Estación Sur

Damián, si nos ceñimos a los recuerdos de quien escribe, no es un buen nombre para dar vida a un personaje; sin embargo es un nombre bonito, atrayente, singular y poco utilizado. Es a su historia a la que quiero acercarme, mirando desde la azotea de enfrente (procuro utilizar imágenes visuales bastante distintas a Jimmy Stewart porque pocos quedamos), contarla y asomarla a la orilla de la playa, donde las olas y la marea se harán cargo de que no pase a la posteridad.
Él sufrió el estigma de las pelis, una madre protectora y un padre egoísta, normal en la época transitoria. Se rebeló constantemente, abiertamente al público, para esconder tras sus gestos histriónicos una aventura escondida dentro de cualquier castillo construido en el aire. Ahí forjó su leyenda, su imagen y la cruz a cuestas de mantenerla a flote de una manera solvente.
Así, pausadamente, Damián dejó de ser Damián para ser Edmond Dantés, Cornelio de Witt, Cyrano de Bergerac y otros muchos de los que fue aprendiendo, hasta el mismo punto en el que olvidó su nombre, procedencia o camino a seguir. Total, daba lo mismo, sea quien sea el protagonista, dará con sus posaderas bajo tierra o en un tarro fechado y numerado.
Llegó el momento crucial en el que se dió cuenta, de una forma muy simple, de su problema. No era su nombre, Damián, el niño de "La Profecía", "La Maldición de Damien" o "El final de Damien", sino la excusa perfecta para desaparecer, esconderse en rincones lastimeros con brotes altisonantes para llamar la atención, no dar la cara.
Pensó decididamente cambiar, cambiar de una forma radical. Eso era imposible. Damián no podía borrar el camino andado, sino aprender de él, ir puliendo errores con lija fina y esperar un poco de comprensión por parte de sus apoyos.
Espero ver a Damián escribiendo su propia historia, sin tener que recurrir a Dumas, y ver su sonrisa franca delante de un buen Syrah, que tanto le gusta.