El Violinista
No sé en qué sucio lugar escuché, probablemente en la barra de una taberna, que mucho antes de que existieran las ciudades, mucho antes de la aglomeración humana, las fábricas humeantes, el ruido atronador de los cañones en la gran guerra y las alianzas para el progreso de las grandes cuentas corrientes, los hombres vivían preocupados exclusivamente por cosechar la comida necesaria, besar a sus esposas, oler el canto del verderol y escuchar el fresco de la hierba.
Lo hacían con toda la naturalidad del mundo, el día a día era una explosión de trabajo, compartir trozos de pan negro, solidaridad y alegría dentro de la pobreza. Pero un nubarrón negro fue cubriendo las montañas en las que pastaban cabras, vacas y conejos, al son de la música de un extraño personaje que acentuaba el color de todo cuanto le rodeaba. Como hechizados por el suave murmullo de su violín, todos los habitantes de las chozas de adobe y cal se acercaron admirados. Un joven muchacho sostenía entre sus manos una gorra donde se iban depositando todas y cada una de sus posesiones. Escrituras ganadas a base de sangre y sol, comida por doquier se amontonaba junto a los dos visitantes, que sonreían felices sabedores del engaño.
Cuando todos los habitantes de la comarca formaron un enorme círculo alrededor de ellos, la música cesó de sonar. Se sentaron en el centro y les contaron que, a unas pocas leguas de allí, donde se alzaban dos torres y una gran puerta de madera rodeadas por un profundo foso, encontrarían el elixir de la eterna música que su viejo violín producía.
No tardaron más de una hora en ponerse en camino. Conforme se acercaban a las torres, el sonido leve y acompasado crecía en decibelios, hasta dejarlos completamente sordos. Las compuertas se abrieron y pasaron bajo ellas como corderitos directos al matadero, cobijados en sucias y malolientes piezas, sin comida ni higiene, los encadenaron y enviaron a unos edificios grises, del mismo color de la montaña justo al fondo del cuadro, donde los hacían trabajar sin ver luz alguna, a cambio de nada, sólo del machacón sonido de las máquinas productoras de violines para extender por el mundo conocido y multiplicar aún más la riqueza y las posesiones de los dueños de la ciudad.
Imagen: El Violinista. Chagall
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