Otro Fin de Semana

Aquel fin de semana parecía que no iba a diferenciarse mucho de los demás. El viernes por la noche había que ganar algo de dinero, lo único que mantenía alejado a sus padres de sermones acerca de las posibilidades y las oportunidades desperdiciadas, de todo el potencial esperando explotar en cualquier disciplina en la que se propusiera destacar y todo tipo de arengas con efectos totalmente contrarios a las intenciones, como suele suceder en un alto porcentaje en los jóvenes desencantados, desmotivados y cabreados con el mundo. Así que se marchó a la hora de siempre, al local de siempre, a poner copas detrás de la barra desde bien temprano en la tarde hasta bien entrada la mañana siguiente. Le gustaba ese trabajo, porque era lo único que le mantenía conectado al mundo, a la sociedad, aunque en ese tipo de tugurios es todo tan artificial como los neones intentando disimular rostros, únicamente siluetas insinuantes, alcohol, tabaco y drogas fluyendo en el ambiente cargado, música estridente provocando que los cuerpos se acerquen, se rocen, los labios húmedos del chupito recién bebido buscando el oído del sexo contrario para intentar ser escuchado, o algo más que ser escuchado. El mundo de la noche es un gato negro contoneándose de una forma elegante y llamando la atención meneando el rabo, se le iluminan los ojos cambiando de color y mostrando las garras de la misma forma que se restriega lascivamente entre tus piernas. No te puedes fiar de él porque no es real, es un sueño proyectado directamente al amanecer, enemigo acérrimo de la lujuria. Y ese mundo le gustaba, le mantenía alejado de la realidad. Cada viernes, de ocho de la tarde a nueve de la mañana; cada sábado, de ocho de la tarde a once de la mañana; y cada domingo, de nueve de la noche a cinco de la mañana. Además, en esos tres días ganaba más que cualquier obrero normal de lunes a viernes, era un sueldo estupendo y la mejor forma de evadirse. Llegaba a casa y se acostaba bien entrada la mañana, y para cuando despertaba casi tenía que ducharse y volverse a ir de nuevo. Pero ese domingo casi a mediodía sintió algo raro, como una punzada en el costado cuando subió al coche borracho y cansado dispuesto a ir a casa después de dejar a una morena normal y corriente en el asiento de atrás del suyo en medio de un parking semivacío, convertido en picadero oficial de camareros y pinchadiscos, en sala de espera de la afortunada que aguarda a que las puertas del garito cierren y salga por la puerta de atrás el trofeo del fin de semana con el que vanagloriarse delante de las amigas. Porque cuando uno trabaja detrás de una barra, el físico se convierte en algo secundario, y el interior se reduce a que eres camarero en un sitio de moda, así que te conviertes en una medalla. Por supuesto, las hay de oro, plata y bronce, como en cualquier competición, pero las mujeres te eligen, te dan un repaso de arriba abajo, entre otras cosas porque cuando llevas bebiendo, abriendo botellas, sirviendo cubatas y luego limpiando el bar durante catorce o quince horas, tú solo estás para pegarle un repaso a la cama.

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